ROBERTO
ESCOBAR ISAZA
EL
ERMITAÑO FILÁNTROPO
Cuando se piensa
en la figura de Roberto Escobar Isaza, no podemos evitar asociarla con la
biblioteca de nuestro parque educativo. Cuando ingresamos al templo que
custodia aquellos vestigios de memoria, poesía y literatura lo primero que
encontramos es un cuadro con un hombre, sentado en una silla mecedora, con unos
enormes anteojos y a su espalda una biblioteca vasta. Solía decir Borges que si
existiese un paraíso debía ser una biblioteca y, de alguna manera, aquel hombre
sonríe porque está inmerso en un territorio en el que se siente cómodo, rodeado
de cientos de páginas llenas de aventuras, reflexiones filosóficas y grandes
historias. La idea del presente escrito es intentar desentrañar un poco y
rescatar del olvido la figura de Roberto, entender cuál fue su relevancia
dentro de la historia de El Retiro y qué aportes hizo a la comunidad guarceña.
Roberto Escobar
Isaza nació a finales del siglo XIX, el 24 de noviembre de 1897, en la ciudad
de Medellín. Desde muy temprano se destacó como un lector empedernido y un
ratón de biblioteca, que disfrutaba compartiendo sus lecturas y pensamientos
con los demás. Creció en un ambiente propicio para cultivar el gusto por la
lectura, ya que sus hermanos también fueron unos apasionados de la cultura y el
arte. El padre de Roberto, quien también se llamaba de la misma manera, había
sido un campesino de Amalfi que consiguió una gran cantidad de capital con el
comercio. La mayoría del dinero lo perdió por sus problemas de salud.
Desesperado, viajó varias veces a Europa en busca de la curación de sus
dolencias, pero los viajes fueron infructuosos y el 6 de marzo de 1915 murió en
Medellín, cuando Roberto, su hijo mayor, adelantaba sus estudios de Derecho en
la Universidad de Antioquia y solo contaba con 17 años. Así, a Roberto Escobar,
mientras finalizaba su adolescencia le tocó enfrentarse a la pérdida de su
padre, acontecimiento que, sin duda, debió moldear en parte su carácter
abnegado y altruista, pues, de alguna manera, debió ayudar en su casa apoyando
a su mamá en el manejo de su familia y sus hermanos, que estaban entre los 16 y
los 13 años. Pese a las circunstancias difíciles, terminó con éxitos sus
estudios en la Universidad de Antioquia, donde se
graduó de derecho en el año de 1919.
En agosto de
1919, muy joven, se fue con su familia
para Nueva York, donde tuvieron contacto, en una ciudad que ya se postulaba
como una metrópoli universal, con el boom de la cultura, la literatura y el
arte norteamericano. Movido por la búsqueda de nuevos horizontes decidió
especializarse en Economía y Finanzas en Nueva York, donde permaneció hasta
1921. A su regreso a Medellín, creó una oficina de abogados con Fernando
González, el filósofo de Otraparte, y, según cuenta entre risas Gustavo Escobar
su sobrino, aquellos dos personajes dedicaban más su tiempo a la discusión, la
conversación y el debate que al trabajo práctico. Sus pasiones y lecturas los
llevaban a esos territorios donde la palabra se convertía en un mecanismo de
aprendizaje, intercambio de ideas y alimento del espíritu. También al regresar
a Medellín, él y sus hermanos decidieron invertir el pequeño capital que les
quedaba de la herencia de su padre en el montaje de una fábrica de medias que
habrían de manejar sus hermanos Gustavo y Jorge. La empresa se llamaba Roberto
Escobar y Hermanos pero su vida fue corta, debido a su falta de experiencia en
negocios y de capital para invertir.
Fue nombrado
Cónsul de Colombia, entre los años 1932 y 1934, durante la presidencia de
Enrique Olaya Herrera. Cansado, quizás, de las grandes cenas y la parafernalia
del poder el abogado Roberto Escobar decide retornar a Medellín buscando la
tranquilidad de la familia. Retoma su oficina de abogados y decide ser
partícipe de nuevos proyectos de negocios. En Medellín fundó una empresa de
publicidad, con el nombre de “Agencia Publicidad Época”, que tuvo éxito. Y,
mediante algunas gestiones, ayudó en la venida del tenor mexicano Pedro Vargas,
el ruiseñor de las américas, a La Voz de Antioquia, acontecimiento que marcó
una época en la historia de la escena musical local.
En 1936 el
gobierno colombiano lo nombró Director general de Educación Comercial, cargo
que desempeñó hasta 1940. En 1943 fue Superintendente Nacional de Importaciones
a la vez que ejercía como abogado en su oficina de Medellín. En estos tiempos
se mantenía viajando de Bogotá a Medellín y viceversa. En Bogotá ejercía el
oficio como administrador, en una época de altas turbulencias políticas, y en
Medellín se reencontraba con su madre, que era objeto de su adoración. Ella y
sus familiares eran su reposo y refugio en medio de la tempestad.
Era también un
momento para propiciar el debate, el intercambio de ideas y participar en un
escenario caldeado por los desencuentros entre los gobiernos y las reformas de
la república liberal con la oposición conservadora y la Iglesia Católica.
Roberto abordaba estos debates con una posición conciliadora, inserta en un
conservatismo moderado. Decide fundar un periódico en Bogotá, conocido como La
Razón. Desgraciadamente esta incursión en el periodismo no es del todo exitosa,
pues el periódico solo saca unos pocos números y no tiene la amplia recepción
que esperaba. Sus posiciones políticas, que rompían con el conservatismo más
ortodoxo, no eran bien vistos por parte
de algunos de sus familiares.
Dedicó su tiempo
libre a la escritura, sobre todo de ensayos de economía y poesía, géneros que
cultivó durante su tiempo libre. Con los temas de su especialización, escribió
varios libros entre ellos Ciencias
Económicas en Graficas y Psicología
de los Negocios. Su obra poética quedó reunida en un libro inédito llamado
“A través del Cristal”, poemas escritos desde su adolescencia hasta sus últimos
años. Su pluma da cuenta de un refinado uso del lenguaje y de un gran
conocimiento sobre la historia de la tradición literaria occidental. También
nos deja ver el intenso apego y cariño que tenía por su familia, con algunos
retratos y perfiles poéticos.
En 1964,
retirado de la vida pública y los negocios, retorna a El Retiro: aquella tierra a la que siempre estuvo
vinculado por su madre Emilia Isaza, cuya madre -la abuela de Roberto--, Ana
María Mejía González, era guarceña de nacimiento, y por una finca que, durante
su juventud, su familia tenía en el paraje de la Argentina, llamada Casisaza.
Ahora, había asegurado el resto de sus días con los ingresos de las rentas de
algunas propiedades en Medellín, y se disponía a disfrutar de un justo retiro
en la tierra de los barranqueros y los trombones. Para ello adquiere en 1965
una casa a dos cuadras del parque, aquella casa de esquina, de fachada blanca y
verde, que nos asombra por la belleza de
sus jardines y cuya entrada parece trasladar al visitante a una época remota.
Compró la casa y la arregló. Hizo un gran salón y, allí, forjó su biblioteca.
Fue la primera
gran biblioteca del pueblo, con libros de economía, derecho, ciencia, filosofía
y literatura que, hasta ese momento, eran joyas inaccesibles a los guarceños.
En sus estantes destacan los nombres de Dostoievski, Santo Tomás de Aquino,
Víctor Hugo, las Mil y una noches y, una enciclopedia completa, de maravillas
de la ciencia que dan cuenta de algunos de sus trayectos de lectura. Roberto,
satisfecho, se recostaba en la silla mecedora y fumaba su cigarrillo del cual
era un habitual consumidor, invariablemente colocado al extremo de una elegante
pipa. Abría uno de los libros y sonreía, había construido un pequeño paraíso.
Roberto
aprovechará sus días de descanso para leer y escribir. No obstante, filántropo
y pedagogo, con un enorme anhelo de trasmitir sus conocimientos decidió ofrecer
sus servicios en el Liceo Pio XII, hoy Institución Educativa Ignacio Botero
Vallejo, para dar clases de filosofía, literatura o historia. Dada su larga
trayectoria académica y su experiencia fue inmediatamente aceptado. Inmerso en
este papel duró trece años, hasta el final de sus días. Los estudiantes,
quienes lo apreciaban y lo respetaban, solían ir a su casa a buscar material
bibliográfico para sus tareas. Roberto los atendía en su biblioteca y los
orientaba, además les prestaba sus libros para consulta interna, se sentaba
tardes enteras y les explicaba matemáticas e historia, con un discurso claro y
ameno. A la biblioteca acudían no sólo sus alumnos, sino estudiantes de todo el
pueblo y jóvenes apasionados por la lectura.
El viejo
ermitaño, a pesar de su estrecho contacto con el resto de la población
guarceña, pues era amante de la soledad y de la compañía de su familia, tuvo
algunos buenos amigos en el pueblo. Entre ellos el destacado músico Lázaro
Villa, uno de los primeros grandes directores de la banda de música, quién
además tocaba el órgano de la iglesia de Nuestra Señora del Rosario. Con él
podía sentarse tardes enteras a conversar en el parque. Porque si de algo
gustaba Don Roberto es de la buena conversación y buscaba a aquellos que
rompían con la banalidad y tenían algo interesante para contar. ¿De qué
conversarían estos dos personajes? Quizás de música, política, literatura y la cotidianidad de un pueblo que
parecía detenido en las montañas, alejado de todos los grandes acontecimientos
del mundo.
Era muy
creyente, al retirado diplomático no podía faltarle su visita a la ceremonia
religiosa de culto local y, en épocas de fiesta, como semana santa o navidad,
intentaba seguir noblemente los preceptos que se implementaban en esos días.
Fue un gran amante y apasionado por la tradición navideña. Se la pasaba
recogiendo entre sus amigos industriales regalos para, a final de año, repartir
entre los hijos de campesinos, ebanistas y los más necesitados. Según nos
cuenta Gustavo Escobar: en la década de los cuarenta Luciano Villa, un cuñado, se disfrazaba de papa Noel y se iba en
una mansa yegua llamada “Campanita” a repartir, en la zona rural, los regalos
que había conseguido Roberto. Su marcha era esperada por niños que, ansiosos,
se paraban en los pórticos de sus casas de bahareque esperando un juguete y un
abrazo de feliz navidad. Ya cuando jubilado, instalado en su casa de la zona
urbana, Roberto armaba un árbol de navidad gigante, cargado de adornos, al
mejor estilo de la tradición norteamericana. El árbol era la sensación en la
comunidad, que solía visitar la casa para admirar el árbol que se levantaba
imponente, como un símbolo de paz y armonía, rezar la novena de aguinaldos al
pie del pesebre y, el día de nochebuena, entregarles regalos a los que habían
asistido regularmente
Durante las
navidades Roberto disfrutaba de la compañía de su familia. Y, llegados a este
punto, es importante destacar, precisamente, que ese era un rasgo inherente a
su personalidad: un amor incondicional por su familia, su madre, sus hermanos y
sus sobrinos. En tiempos de adversidades Roberto era el primero en salir a
ayudar al más necesitado, el primero en extender una mano amiga y una voz de
aliento. Sus sobrinos eran su amor, en diciembre solía ir a San Andrés para comprarles
algunos regalos importados. También se dedicó mucho a su madre Emilia, a quien
adoraba y cuya muerte lo sumió en una profunda depresión.
Gustavo Escobar,
su sobrino, lo describe como amable y amoroso. “Tanto amor no le cabía en el
pecho” dice emocionado. También dice que era optimista y que intentaba
encontrar el lado amable ante cualquier situación difícil. Eso le permitía
conservar la calma y afrontar los problemas con una gran resolución. Su hermano
Gustavo solía decir que tenía complejo de Poliana, personaje de una novela norteamericana, una
niña huérfana de trece años que mandaron a vivir con una tía malencarada en un
pueblo lejano. Con la llegada de la niña todos los habitantes, pesimistas e
insertos en sus problemas cotidianos, fueron cambiando poco a poco. Al final
más de una sonrisa apareció, gracias a la niña (y a Don Roberto), en un rostro
cansado.
Don Roberto
tenía una personalidad conciliadora, fruto de sus años de trabajo como
diplomático. Odiaba las fotos, a las que veía, tal vez, como una amenaza que
atrapaba un poco de sus silencios, que acababa con ese deseo de tranquilidad y
de permanecer imperceptible. Pero también denota poca vanidad. Era un hombre
desapegado de las ansias de reconocimiento o de las necesidades de riqueza
material. Sus saberes, su dinero, sus bienes siempre los puso al servicio de
otros. El otro era para Roberto, el centro, el lugar donde convergía la caridad
cristiana y el milagro de la vida. Filántropo auténtico, como pocos, Roberto
Escobar trabajó no para dejar su legado inscrito en obras materiales, sino en
la memoria, en los corazones de los guarceños que con él alguna vez
compartieron.
Su último gran
desprendimiento vino al final de su vida. Roberto murió el 22 de diciembre del
año de 1976, víctima de un enfisema pulmonar provocado en parte por su adicción
al tabaco. Le dejó su casa a Virgelina
Gutiérrez, la empleada de su casa que
había servido fielmente a su familia durante todos sus años de vida, y su
enorme biblioteca al Liceo, donde la administración decidió ponerle el nombre
de Roberto Escobar Isaza en homenaje a este personaje que, aunque no había
nacido en El Retiro, amo el pueblo como cualquier guarceño.
Cuando la
biblioteca cambió de manos del liceo a la Casa de la Cultura, hoy Centro
Cultural, el gobierno municipal reiteró el nombre de la biblioteca en el
Acuerdo del 28 de abril de 1985, que busca perpetuar la memoria de Roberto
Escobar Isaza. Aquel hombre que abrió una puerta única, a través de la
educación y la lectura, para la formación de las nuevas generaciones de
guarceños. Hoy conmemoramos este gesto y lo visualizamos, con una bocanada de
humo, que aún permanece en la biblioteca del ermitaño. Aún nos quedan algunas
páginas por leer.
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